Dos
El día que decidí quedarme en este gran apartamento, de más de 4 heladas habitaciones, fue porque Pipo había dicho que el barrio era ideal para nuestras juergas de medianoche. No hubo más que pedirlo a la casera, que ahora está muerta, por un monto risible. La humedad en las paredes, los pequeños huecos en las salidas a la terraza y las manchas color carbón aferradas a las mayólicas de la cocina fueron un excelente razón para la ganga. Luego ella desapareció y con Pipo dimos comienzo a una serie de ventas de mercado negro, con un centro de convenciones acomodado en el cuarto del fondo, allá donde habíamos encontrado esa espesa colección de novelas y textos de medicina. Pudimos redecorar el lugar con sendos muebles de cuero, obra del mal gusto de mi hermano, lámparas antiguas, alfombras de ascendencia oriental y pintura sobria.
Todo fue arreglado para que, por las tardes y noches nos reuniéramos junto a los compañeros de Pipo en verdaderas sesiones de trabajo donde lo único que se derrochaba continuamente era un aburrimiento insufrible.
Eran 4, todos con un pésimo sentido del humor, que a pesar de los años amarrada a la actividad osaban mirarme como a una desconocida, la perpetua sirvienta y celestina de su hermano tal vez. Todos seres solitarios, poco vividores, apenas dados a las botellas de whisky y coñac, pero con un vital propósito: hacer del negocio de los víveres de consumo básico un medio certero para la supervivencia en aquellos tiempos complejos que recién empezaban.
Cuando Pipo se enamoró de la amiga de Nacho, uno de los más listos del grupillo funesto, las cosas se pusieron serias. Ella era una perversa morena con ojos de gato alargados hasta el infinito, que desde el primer momento pusieron en jaque la fama de gay que había tenido mi hermano por años.
Se deslizaba cual serpiente entre sus piernas hasta hacerle olvidar la importancia de nuestro negocio. Nadia se llamaba. Los cabellos largos enmarañados como si recién se hubiera levantado. Nombre ruso, muerte roja.
Todo fue arreglado para que, por las tardes y noches nos reuniéramos junto a los compañeros de Pipo en verdaderas sesiones de trabajo donde lo único que se derrochaba continuamente era un aburrimiento insufrible.
Eran 4, todos con un pésimo sentido del humor, que a pesar de los años amarrada a la actividad osaban mirarme como a una desconocida, la perpetua sirvienta y celestina de su hermano tal vez. Todos seres solitarios, poco vividores, apenas dados a las botellas de whisky y coñac, pero con un vital propósito: hacer del negocio de los víveres de consumo básico un medio certero para la supervivencia en aquellos tiempos complejos que recién empezaban.
Cuando Pipo se enamoró de la amiga de Nacho, uno de los más listos del grupillo funesto, las cosas se pusieron serias. Ella era una perversa morena con ojos de gato alargados hasta el infinito, que desde el primer momento pusieron en jaque la fama de gay que había tenido mi hermano por años.
Se deslizaba cual serpiente entre sus piernas hasta hacerle olvidar la importancia de nuestro negocio. Nadia se llamaba. Los cabellos largos enmarañados como si recién se hubiera levantado. Nombre ruso, muerte roja.
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