El día más frio
De aquellas muertes me acuerdo poco, le dije al doctor. Y es que es complicado recordar cuando lo que más se desea es sepultar los episodios que a uno lo aterrorizan. Finalmente tuve que contarle de la peor de todas, la que mas clarita ha quedado en ese espacio de mi mente que él se esfuerza por dibujar, representar, así, con todos sus síntomas y arabescos.
Había estado desnudo atado a unas cuerdas mugrientas por horas, atenazado por el frio y ahogándome a veces en un calor insorportable. La chimenea se encendía radiante cuando ella llegaba, no pisaba ningún espacio que pudiera hacerla sentir incomoda. La condesa iba y venia y gustaba de tenerme casi sin ropa tirado en las baldosas viejas. No recuerdo como llegue ahí, es como si hubiera estado apresado desde siempre, limitado a sus sesiones de tortura. Era 1602 en los campos húngaros de febrero. Y arriba, en los cuartos de su castillo donde más tiempo pasaba, estaba la sala de los gritos. Se oían lejanos y desteñidos por el hueco espacio, las ondas eran vacías, pero terribles. Todas eran mujeres, voces agudas de pánico, pero jamás pude verlas.
La noche después de haberme quemado levemente la piel con el esperma de una vela colosal que se fue derritiendo sobre mi estómago, los criados soltaron mis muñecas y me cubrieron el rostro y cuerpo con un pesado manto. Apestaba a algún animal de granja pero al menos abrigaba.Me pusieron en la parte de atrás de la fria carroza y por horas estuve expuesto a los helados vientos.
Al amanecer de un día claro, completamente blanco, el carruaje se detuvo, los criados me destaparon y bajaron a la fuerza. La condesa ataviada en las más extrañas pieles que jamás había visto me miraba impasible desde la ventana. Los labios sonrosados, ligeramente curvos hacia arriba, los ojos alargados y claros, los cabellos negros que apenas que se veían porque estaban tapados con una capucha. Desnudo, completamente paralizado, se me dejó en medio del campo nevado justo enfrente de su carroza colorada. El frio era ya insorportable cuando uno de los criados vino de pronto con una enorme cubeta de agua.
Las gotas penetraron como agujas dentro de mi cuerpo, parecían engrosarse rápidamente al interior de mi carne, provocándome un dolor que ni siquiera me permitía gritar. La cabeza estallaba, pero mis dedos ya no podía sentirlos, mi vista estaba nublada. Enfrente el punto rojizo de la carroza no se movía. Debió haber sido un espectáculo dantesco, pude haber tenido alguna expresión de desesperación, pero no emití un solo ruido. De todas, la más dolorosa, aunque el proceso duró poco.
Y bien? . Está segura de que no era usted la condesa ? - me dijo.
No, por supuesto, esa fue otra, harto famosa de hecho...
Oigamos? - preguntó impaciente
No, hasta usted la conoce.