Muerto en Vida
Viernes 27, 5:00 a.m.
Tengo un fantasma que me ha perseguido a través de meses desérticos. Me ocupé de enterrarlo con una infinidad de estrategias y bajo varias capas de mugre acumulada cuando murió, no a resultas de una larga enfermedad, sino porque un día decidí decapitarlo con mi afilada lengua. Lo desmembré entero, hice pedazos su ego, mi imagen ante él y todo lo demás, y más tarde, arrepentida de tanta cizaña, traté de pegar los pedazos inertes para darle vida otra vez. Su cabeza quedó unida al cuello de una forma tan antinatural que daba miedo, absolutamente torcida y mucho más errática que antes. Por supuesto que no resultó, este Frankestein contemporáneo hablaba otro idioma, no alcanzó a reconocerme nunca, había perdido el alma que me había mantenido tristemente enamorada por años.
Entonces lo tuve que sepultar aún medio en vida, cuerpo andante pero sin espíritu, un zombie completo. Lo envolví en sábanas blancas, cargué con él hasta un lugar recóndito en el bosque y lo eché en una fosa profunda como si fuera un N.N., como intentando borrar su paso por mi historia. Los rastros de mi supuesto crimen perfecto no pudieron ser anulados con totalidad porque el recuerdo de lo malo y lo bueno (especialmente de lo bueno del difunto aquel) regresan durante las tardes de verano, con la humedad de los amaneceres frescos de Santiago, y luego, está abril con sus primeras neblinas.
He pensado en que si el fantasma dejara de perseguirme de esa manera tan sutil, en la que su presencia y el horror por su presencia (como en el caso de los cisnes ) son apenas perceptibles, dejaría de soñar con mounstros y dragones, enfrentaría mejor la llegada de la noche. O puede que no, puede que la angustia por la noche haya estado siempre presente. A veces pienso que tendré que vivir con él para siempre, muerto o no, será un peligro constante. Y es que después de largos meses de batallas, aún no estoy lista.
Y estudiando para mi prueba cabrona
de inglés, tuve un atisbo de claridad
Whatever, total el ramo ya me lo eché:
Tengo un fantasma que me ha perseguido a través de meses desérticos. Me ocupé de enterrarlo con una infinidad de estrategias y bajo varias capas de mugre acumulada cuando murió, no a resultas de una larga enfermedad, sino porque un día decidí decapitarlo con mi afilada lengua. Lo desmembré entero, hice pedazos su ego, mi imagen ante él y todo lo demás, y más tarde, arrepentida de tanta cizaña, traté de pegar los pedazos inertes para darle vida otra vez. Su cabeza quedó unida al cuello de una forma tan antinatural que daba miedo, absolutamente torcida y mucho más errática que antes. Por supuesto que no resultó, este Frankestein contemporáneo hablaba otro idioma, no alcanzó a reconocerme nunca, había perdido el alma que me había mantenido tristemente enamorada por años.
Entonces lo tuve que sepultar aún medio en vida, cuerpo andante pero sin espíritu, un zombie completo. Lo envolví en sábanas blancas, cargué con él hasta un lugar recóndito en el bosque y lo eché en una fosa profunda como si fuera un N.N., como intentando borrar su paso por mi historia. Los rastros de mi supuesto crimen perfecto no pudieron ser anulados con totalidad porque el recuerdo de lo malo y lo bueno (especialmente de lo bueno del difunto aquel) regresan durante las tardes de verano, con la humedad de los amaneceres frescos de Santiago, y luego, está abril con sus primeras neblinas.
He pensado en que si el fantasma dejara de perseguirme de esa manera tan sutil, en la que su presencia y el horror por su presencia (como en el caso de los cisnes ) son apenas perceptibles, dejaría de soñar con mounstros y dragones, enfrentaría mejor la llegada de la noche. O puede que no, puede que la angustia por la noche haya estado siempre presente. A veces pienso que tendré que vivir con él para siempre, muerto o no, será un peligro constante. Y es que después de largos meses de batallas, aún no estoy lista.